martes, 25 de marzo de 2014

Reina



Reina está cansada de leer cuentos a través de su teléfono. Se cansa de reír y de llorar, de la ficción magnífica en el teatro de la vida.
Aquel día domingo se despertó aturdida a las once de la mañana. Parece que había soñado un poco de más, ahora la resaca se cobraría el precio que pagan los soñadores que dejan el cuerpo y la valentía en las escenas, y despiertan desnudos, solos, con sus almas.
No quería desayunar livianamente, pensó que ningún padre la juzgaría por beberse un whisky a las once y media. ¡Un whisky y medialunas! Y se regocijaba mientras las mojaba en aquella miel ferviente.
Se dio una ducha para sacarse el olor a almohada que desprendía su cuerpo, y aún así pedazos de colchón quedaban en su vientre como garrapatas y lunares.
Se puso su vestido rojo. Aquel que es capaz de hablar por ella cuando ésta está vacía y muriéndose por dentro. Ella sabía que a Juan iba a gustarle hablar con su vestido más que con ella que empobrecía la alegría disfrazándola de boinas grises.
Juan la llevó a un cine del centro, había elegido un drama japonés, cuatro estrellas en el diario. En ningún momento sus ojos miraron la película, estaban como dados vuelta viéndose a sí mismos, llorando por tanto vacío en su cuerpo pequeño.
Con una enorme sonrisa Juan la despide en su casa a ella y a su vestido (sin ninguna arruga de felicidad corrupta). Era momento de beberse otro whisky, sentir la recompensa por tanto hielo en su estómago, calentar sus entrañas, darse llama.
Suena el teléfono como esperanza inmóvil, atiende confundida mientras se saca los zapatos. Era Haroldo abriendo el libro de los cuentos imposibles…

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