miércoles, 10 de diciembre de 2014

La construcción (parte 1)

Matisse

Mario ha aceptado su locura fanática y ha comprado peces de colores y una gran pecera. Pero no ha sido éste un acto inconsciente y desprotegido, al contrario, fue diagramado como un abrazo celestial del universo a su puerta, y de la puerta a sus pies.

De los pisos como flores de algodón

Una vez un anciano de esponjosa piel le dijo: "Siembra todo lo que creas necesario y recoge sólo lo esencial". Esas palabras estuvieron dentro suyo mucho tiempo sin ser recordadas, pero como todo en su máximo propósito de ser, despertó ese día. Asi fue que al recordar este consejo, sembró en la pecera una gran cantidad de piedras de todos los colores. Algunas piedras recuerdan al Sol de la mañana, como un niño que juega entre los pastos, reventando el presente frente a los dioses.
Otras piedras se acercan a la respiración que dibujan los caballos, a su pelo fuerte y moreno, a su furia milenaria que lleva la marca de otros tiempos y especies.
Pero también sembró piedras cristalinas que funcionan como espejos en el suelo subpecera. Éstas las ha puesto para recordarles a los peces que más abajo sólo puede ingresar aquel que sepa sentirse algo más que un reflejo: de alguien que se mira y es mirado.

viernes, 31 de octubre de 2014

Rezo

Estoy arrodillada frente a la vida, he perdido todos mi dones, he perdido la capacidad de ver a través de las cosas que no están.
Me encuentro enojada con la existencia por ser tan estúpidamente real, insignificante y boxeadora. Cansada de su cachetada constante, de esas que te sacan el dolor y las ganas de llorar. Cansada.
Me he dado cuenta de que todas las palabras que tuve no eran más que palabras con esperanza de niña pobre. 
Reventada. incapaz de construir y salir corriendo. Salir corriendo, como lo más parecido a la libertad que uno pueda imaginar. Que uno pueda imaginar, todo, todo, y hacerlo real. Maldita costumbre de querer que las cosas se vuelvan reales, como si eso nos asegurara su magia innata, su alegría, su risa. 
La lluvia ya no bendice,
Las flores ya no devoran el sexo de uno mismo,
La taza de té ya no contiene,
El amor ha dejado de existir.
La existencia está sobrevalorada. Es mejor no existir, no ser real y disponible a los sentidos de todo el mundo. 
Arrodillada frente a la vida, no me sé ni un rezo.

martes, 25 de marzo de 2014

Reina



Reina está cansada de leer cuentos a través de su teléfono. Se cansa de reír y de llorar, de la ficción magnífica en el teatro de la vida.
Aquel día domingo se despertó aturdida a las once de la mañana. Parece que había soñado un poco de más, ahora la resaca se cobraría el precio que pagan los soñadores que dejan el cuerpo y la valentía en las escenas, y despiertan desnudos, solos, con sus almas.
No quería desayunar livianamente, pensó que ningún padre la juzgaría por beberse un whisky a las once y media. ¡Un whisky y medialunas! Y se regocijaba mientras las mojaba en aquella miel ferviente.
Se dio una ducha para sacarse el olor a almohada que desprendía su cuerpo, y aún así pedazos de colchón quedaban en su vientre como garrapatas y lunares.
Se puso su vestido rojo. Aquel que es capaz de hablar por ella cuando ésta está vacía y muriéndose por dentro. Ella sabía que a Juan iba a gustarle hablar con su vestido más que con ella que empobrecía la alegría disfrazándola de boinas grises.
Juan la llevó a un cine del centro, había elegido un drama japonés, cuatro estrellas en el diario. En ningún momento sus ojos miraron la película, estaban como dados vuelta viéndose a sí mismos, llorando por tanto vacío en su cuerpo pequeño.
Con una enorme sonrisa Juan la despide en su casa a ella y a su vestido (sin ninguna arruga de felicidad corrupta). Era momento de beberse otro whisky, sentir la recompensa por tanto hielo en su estómago, calentar sus entrañas, darse llama.
Suena el teléfono como esperanza inmóvil, atiende confundida mientras se saca los zapatos. Era Haroldo abriendo el libro de los cuentos imposibles…

martes, 18 de marzo de 2014

Haroldo



Haroldo fumó su primer cigarrillo del día, aunque para entonces ya eran las siete de la tarde. El día no se había dejado percibir: fiel escurridizo ante los ojos del observador.
Encendió la radio para llenar su cabeza de voces desconocidas, que poco a poco lo tranquilizarían llevándolo al mundo de lo cotidiano. Entonces, sería más fácil hablar con sus vecinos, saludar fríamente dando bienvenidas como espasmos al centro de uno mismo.
Ya recién por las diez de la noche había perdido una apuesta con su teléfono, y tuvo que resignarse a llamar a Reina: tragar una a una las palabras mojadas y sangrientas… escupir la bronca atravesada en cada letra mal pronunciada por ella.
Él conocía mucho ese ritual. El llanto de Reina no podría durar más que unos veinte minutos y luego se dejaría acariciar por frases preciosas, pero estropeadas. Él le diría algo del cielo y de sus ojos, de las sábanas que recuerdan su esqueleto y su danza. Ella reiría sexualmente, se dejaría cerrar los ojos y bajar las medias.
Haroldo prendería su noveno cigarrillo, hundido en un sillón de terciopelo, mientras la pava hierve, el helecho muere y el teléfono jadea.

martes, 11 de febrero de 2014

Exilios

Kees Van Dongen 
Ya perdí la cuenta de todos los posibles exilios que me he echado encima. Algunos resultaron ser más violentos que otros, e inclusive, más cazadores. Me he sumergido en la oscuridad total, consumiendo los huevos que las moscas olvidaban en rincones de la casa; y he dialogado en el silencio con los perros que ladraban a distancia.
Una vez hasta me vestí de otra persona, para olvidarme de mi misma y peor aún: hacer que los otros se olvidaran de mi. Resultó que con el gran sombrero y los zapatos gamuzados me confundieron con todas las tías posibles, y así pasé de un Marta a un Susana sin sentido. ¡Estupidez idólatra de creer en los otros! la presencia sólo es percibible por mi misma. Jamás nadie ha pronunciado como yo mi nombre, ni ha tocado como yo mi herida de mujer.
No podría jamás olvidarme de mis ojos. Los he lavado tanto, que los siento cada vez más hundidos en las tierras de mi cara. Por eso llegué a la conclusión de que el exilio sólo sirve en tanto escenario montado: esperando el aplauso de la gente que ríe con no verte.

martes, 28 de enero de 2014

Marta y las camisas

Foto: Lucía Verge
Voy a planchar tu camisa a cuadros, mientras imagino que floto con dragones azules.
¡Qué bien se alisan las arrugas de estas mangas, que pronto vestirán los brazos más ridículos del mundo!
Quizás sueñe, otra vez, con las espadas que alzaste para cortarle el cuello a los monstruos nada rosas, nadas del presente.
*
Mario llegaste y no lo pude evitar: quise besar tu cara hasta hundirla un poco de las atrocidades del ahora. Yo pensaba que iba a poder lavarte las retinas, y llevarte conmigo al luminoso hueco del sueño profundo. Sin embargo, gritaste. Mario gritaste no como una bestia de salvaje esencia, sino como gritan las sillas y las mesas que cumplen su destino. Te aferraste a la cama, tomándola como los guerreros hacen con sus mujeres: les clavan las garras de todos sus muertos, y las besan rompiéndole un poco los labios.
*

Hubiese querido ver cómo te quedaba la camisa hoy a la mañana. Barrer la pólvora que cae de tus sienes cada vez que te despertás. Desabrochar el último botón de la camisa, para que no muera junto a todos sus hermanos atrapado en el molinete del subte, viejo, sucio y mudo.

#MIRACÓMONOSPONEMOS

Mirá cómo nos ponemos me pongo la voz entera no dejo que quiebren mi testimonio Me pongo las uñas y los dientes me pongo el dolor que tr...