Reina está cansada de leer
cuentos a través de su teléfono. Se cansa de reír y de llorar, de la ficción
magnífica en el teatro de la vida.
Aquel día domingo se despertó
aturdida a las once de la mañana. Parece que había soñado un poco de más, ahora
la resaca se cobraría el precio que pagan los soñadores que dejan el cuerpo y
la valentía en las escenas, y despiertan desnudos, solos, con sus almas.
No quería desayunar
livianamente, pensó que ningún padre la juzgaría por beberse un whisky a las
once y media. ¡Un whisky y medialunas! Y se regocijaba mientras las mojaba en
aquella miel ferviente.
Se dio una ducha para sacarse el
olor a almohada que desprendía su cuerpo, y aún así pedazos de colchón quedaban
en su vientre como garrapatas y lunares.
Se puso su vestido rojo. Aquel
que es capaz de hablar por ella cuando ésta está vacía y muriéndose por dentro.
Ella sabía que a Juan iba a gustarle hablar con su vestido más que con ella que
empobrecía la alegría disfrazándola de boinas grises.
Juan la llevó a un cine del
centro, había elegido un drama japonés, cuatro estrellas en el diario. En
ningún momento sus ojos miraron la película, estaban como dados vuelta viéndose
a sí mismos, llorando por tanto vacío en su cuerpo pequeño.
Con una enorme sonrisa Juan la
despide en su casa a ella y a su vestido (sin ninguna arruga de felicidad
corrupta). Era momento de beberse otro whisky, sentir la recompensa por tanto
hielo en su estómago, calentar sus entrañas, darse llama.
Suena el teléfono como esperanza
inmóvil, atiende confundida mientras se saca los zapatos. Era Haroldo abriendo
el libro de los cuentos imposibles…