
Si llega a sonar el teléfono, otra vez, Marta se va enojar mucho. Dice que el sonido le perfora los oídos; sin embargo no comprendo cómo logra pasar eso: las orejas se entregan al derrame como espuma roja, dulce, crema de cuerpos etéreos.
Al menor movimiento de una mosca-que siempre pierden alas a las 5- violamos, todos, la estabilidad de los objetos, sometiéndolos a crear de su inhumanidad ruidos que se hacen música a los conocimientos pobres, limosneros, brillantes de Marta. Entonces, ni se acuerda de la mosca que buscaba atontada su ala perdida en alguna taza de té con limón.
Mario dejó sonar el teléfono. Creo que fue para metaforear en su cara un rasguño. Y lo consiguió. La cara de marta empezó a sangrar como río de leche, como laguna de licor, como mar de tinta. Nadie corrió para traerle una venda, todos sabían, que mas temprano que tarde, la piel engendraría mas piel y enterraría aquél dolor para no encontrarlo jamás.
Nos dió un beso a cada uno, incluyendo a la mosca que todos pensamos nunca notó, y se cerró los ojos con candado regalándo su cuerpo entero al placer de la cama sin sonido, perfecto amante: nunca tiene palabras que sustituyan un acto.
Entonces puede sonar el teléfono, por que ella está con la cama, y nadie mas, en su mundo donde la lluvia en la chapa no hace ruido, donde el grito no se interpreta mas que como grito. Y todos nos quedámos con la sensación de una tristeza entre mil, esperando que deje de latir el aparato de llamadas sucias, persistentes mendigas que no tienen luna, que día tras día pasan bajo el cielo sin luna; en su mundo de sin, sin, ring, ring, y llaman, llaman a Marta que nunca está.