Muchos dicen que fue así como conquistó a Juan: después de abrir todos los frascos del mercado y sonreír liviana como un pájaro, los ojos de Juan se le llenaron de una luz intensa, dejando ver lo que tenía detrás de las pupilas: mucho polvo, mucho.
Marta tenía las rodillas rosadas por aquel entonces, todas las polleras le hacían cosquillas y le comían la piel nutriéndose de sus células mágicas. Todo era perfecto en ese tiempo, ella abría hasta lo más sellado por el hombre adulto, ella reía como heroína de su propio cuento mental. Todo era Sol come lunas, no existía oscuridad sin brillo de luciérnagas. Todo era Juan y su cabello chocolatoso, mirándola a ella y sólo a ella.
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Un día en que los pajaritos prefirieron meterse en sus jaulas y comer perdiz, la maestra presentó a un nuevo compañero de clase: "Todos saluden a Mario" decía contenta, y todos saludaron (contentos), menos Marta, que sintió como los continentes de su cuerpo comenzaban a separarse y helarse. Y desde entonces nunca jamás pudo abrir un sólo frasco, sin sentir que una parte de sí misma se descomponía en cenizas volcánicas, polvo al fin.